miércoles, 28 de agosto de 2013

Un viernes a la noche.

Estás en el tren viendo pasar el hipódromo mientras un conocido de la parroquia te cuenta cuánta plata se hace cuidando coches a la salida de un boliche de Palermo. Te cuenta que lo hace como changa todos los viernes. Mismo conocido que, a la salida de misa, te contó que había un hombre tirado en Barrancas de Belgrano con el pie ulserado que pedía ayuda, pero que ya no estaba en el parque, sino donde duerme hace cuatro años, en un asiento de la estación de Retiro.

Escuchás a tu compinche de aventura a medias mientras pensás un poco en los planes que tenías para ese viernes a la noche y otro poco en el Espíritu que sopla dónde quiere y cuándo quiere. «El Hijo del Hombre no tiene donde reposar su cabeza», te susurra Jesús cada tanto al corazón. «Es verdad», le suspirás.

Llega el tren a destino y llegás vos a destino también. Caminás apresurado entre gente con mochilas y bolsos rezando por lo bajo la coraza de San Patricio y con la vista atornillada en el cartel de la terminal de Retiro que se acerca de a poco. Procurás no pasar ni de pillo ni de gil. Intentás parecer despreocupado, pero atento a la vez. Tu compañero parece tener experiencia en este tipo de cosas: mientras caminan, te cuenta un sinfín de anécdotas similares de amputados, linyeras y manteros. No sabés que después de esta aventura nocturna no vas a verlo nunca más.

Llegan al andén y ahí está a quién buscaban. Pesado y dolorido, pero inevitablemente acostumbrado al dolor de espaldas y al olor que desprende su pie luego de años de dormir sentado, te cuenta su historia. Y te muestra las úlseras, las llagas. Y te mira expectante.

Empezás a hablar sin parar en el afán de darte tiempo a reaccionar. Sentís el celular en el bolsillo listo para llamar a la ambulancia o al ciento-y-algo, sentís el Rosario y el escapulario haciendo presión contra el pecho que se infla y se desinfla agitado, cruzás miradas con un gendarme que te mira de lejos algo extrañado, al otro lado el conocido de la parroquia vuelve a repetir lo preocupado que están todos por las úlseras de aquel pie, el parlante no deja de anunciar ómnibus que llegan y que se van.

Pensás y pensás y llamás a la ambulancia, que llega quince minutos después. Pero te despachan a vos, a tu compañero y a tu nuevo compañero rengo, porque no hay nada que hacer en medio de una terminal con un pie que viene decayendo hace años. No es urgencia. «Es una urgencia social, en todo caso», te dicen, mientras ponen primera en la ambulancia y te despiden con deseos de buena suerte. Social, social. Urgencia social. Y sí. Claro que sí. Es el viernes a la noche más extraño de tu vida.

Vuelven caminando al andén. Comprás unos panchos y cenás en la terminal, haciendo planes de ir al Pirovano al lunes siguiente temprano, puntual. «Sí, más vale, a primera hora en Belgrano el lunes», te promete el dueño de casa, el rey de la terminal, que te despide mientras vos encarás para el tren con tu compañero y él para su trono de sala de espera. «Todo va a salir bien», te decís. Y, efectivamente, todo va a salir bien, pero en ese momento ni lo sabés ni te lo creés, y rumiás tus sentimientos con amargura.

Dos meses después, recordás todo esto. Pensás en el pié ulserado y en su dueño, que ahora están curados y duermen en una cama limpia, seca,horizontal y digna del hombre que es hijo de Dios. Ves la mano providente y amorosa de Dios, que tenía todo pensado desde hacía rato, ves el desánimo susurrado a la cabeza y el empuje susurrado al corazón aquél viernes, ves a tus amigos y a tu parroquia como herramientas de Dios y a Dios que no duda en desplegar y dirigir a sus peones, en enderezar y alisar caminos, en hablar con suavidad y autoridad.


Y empezás a entender, apenas y de soslayo, esto que dice San Pablo de no pertenecerse. Pero muy apenas, muy de soslayo.

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