Estás en el tren viendo pasar el hipódromo mientras un
conocido de la parroquia te cuenta cuánta plata se hace cuidando coches a la
salida de un boliche de Palermo. Te cuenta que lo hace como changa todos los
viernes. Mismo conocido que, a la salida de misa, te contó que había un hombre
tirado en Barrancas de Belgrano con el pie ulserado que pedía ayuda, pero que
ya no estaba en el parque, sino donde duerme hace cuatro años, en un asiento de
la estación de Retiro.
Escuchás a tu compinche de aventura a medias mientras pensás
un poco en los planes que tenías para ese viernes a la noche y otro poco en el
Espíritu que sopla dónde quiere y cuándo quiere. «El Hijo del Hombre no tiene donde reposar su cabeza», te susurra Jesús cada tanto al
corazón. «Es verdad», le
suspirás.
Llega el tren a destino y llegás vos a destino también.
Caminás apresurado entre gente con mochilas y bolsos rezando por lo bajo la
coraza de San Patricio y con la vista atornillada en el cartel de la terminal
de Retiro que se acerca de a poco. Procurás no pasar ni de pillo ni de gil.
Intentás parecer despreocupado, pero atento a la vez. Tu compañero parece tener
experiencia en este tipo de cosas: mientras caminan, te cuenta un sinfín de
anécdotas similares de amputados, linyeras y manteros. No sabés que después de
esta aventura nocturna no vas a verlo nunca más.
Llegan al andén y ahí está a quién buscaban. Pesado y
dolorido, pero inevitablemente acostumbrado al dolor de espaldas y al olor que
desprende su pie luego de años de dormir sentado, te cuenta su historia. Y te
muestra las úlseras, las llagas. Y te mira expectante.
Empezás a hablar sin parar en el afán de darte tiempo a
reaccionar. Sentís el celular en el bolsillo listo para llamar a la ambulancia
o al ciento-y-algo, sentís el Rosario y el escapulario haciendo presión contra
el pecho que se infla y se desinfla agitado, cruzás miradas con un gendarme que
te mira de lejos algo extrañado, al otro lado el conocido de la parroquia
vuelve a repetir lo preocupado que están todos por las úlseras de aquel pie, el
parlante no deja de anunciar ómnibus que llegan y que se van.
Pensás y pensás y llamás a la ambulancia, que llega quince
minutos después. Pero te despachan a vos, a tu compañero y a tu nuevo compañero
rengo, porque no hay nada que hacer en medio de una terminal con un pie que
viene decayendo hace años. No es urgencia. «Es una urgencia social, en todo caso», te dicen, mientras ponen primera en la ambulancia y te
despiden con deseos de buena suerte. Social, social. Urgencia social. Y sí. Claro
que sí. Es el viernes a la noche más extraño de tu vida.
Vuelven caminando al andén. Comprás unos panchos y cenás en
la terminal, haciendo planes de ir al Pirovano al lunes siguiente temprano,
puntual. «Sí, más vale, a
primera hora en Belgrano el lunes»,
te promete el dueño de casa, el rey de la terminal, que te despide mientras vos
encarás para el tren con tu compañero y él para su trono de sala de espera. «Todo va a salir bien», te decís. Y,
efectivamente, todo va a salir bien, pero en ese momento ni lo sabés ni
te lo creés, y rumiás tus sentimientos con amargura.
Dos meses después, recordás todo esto. Pensás en el pié
ulserado y en su dueño, que ahora están curados y duermen en una cama limpia,
seca,horizontal y digna del hombre que es hijo de Dios. Ves la mano providente y amorosa de Dios, que tenía todo
pensado desde hacía rato, ves el desánimo susurrado a la cabeza y el empuje
susurrado al corazón aquél viernes, ves a tus amigos y a tu parroquia como
herramientas de Dios y a Dios que no duda en desplegar y dirigir a sus peones, en
enderezar y alisar caminos, en hablar con suavidad y autoridad.
Y empezás a entender, apenas y de soslayo, esto que dice San
Pablo de no pertenecerse. Pero muy apenas, muy de soslayo.
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